viernes, 13 de noviembre de 2015

Historia de la Coca-Cola


FUENTE: "Sugar Blues", Willian Dufty, 1975


X. CÓDIGOS DE ÉTICA



Las Leyes sobre Alimentos y Drogas Puras se consideran a menudo como mojones que marcan la historia de la legislación social. Con certeza el gobierno no puede aspirar a una meta más alta que intentar proteger la salud del pueblo. Quizás la declinación biológica estaba ya muy avanzada cuando se hizo necesario promulgar leyes para evitar que la gente, excesivamente devota a la actividad de hacer dinero, se envenenase mutuamente.

“Cuando la gente perdió de vista la forma de vivir —escribió Lao Tsé—, llegaron los códigos de amor y honestidad”.

Eliminar el azúcar de la cerveza fue una cuestión candente en los juzgados públicos ingleses durante varios siglos. Finalmente, el Parlamento decretó una ley en 1816 ilegalizando la posesión de azúcar por parte de un fabricante de cerveza. Un fabricante de cerveza podía ser declarado culpable de intentar sofisticar si tenía azúcar en su casa. Antes se los hubiera arrastrado en un carro de basura, ahora el Parlamento se inclinó por multas y advertencias. Los sofisticadores eran tratados de una forma civilizada. Se les llevaba ante los tribunales, y los abogados los defendían. Los cerveceros organizaron y cabildearon al Parlamento durante veinte años, hasta que por fin se les permitió hacer —sólo para su uso— un jarabe de azúcar para oscurecer su cerveza. Un tanto para el progreso.

En esa época, un consumidor anónimo británico causó un escándalo público en 1830 con su libro La Adulteración Mortal y el Envenenamiento Lento Desenmascarados, o Enfermedad y Muerte en el Pote y en la Botella, en el cual se revela al público la adulteración, que envenena la sangre y destruye la vida, de los vinos, licores, cerveza, pan, harina, té, azúcar, especias, quesos, pasteles, dulces, medicinas, etc.

En 1850, un médico británico tuvo la feliz idea de investigar los alimentos sospechosos a través de aquella nueva invención del microscopio. Cuando leyó su informe ante la Sociedad Botánica de Londres en 1850, sobre los sorprendentes descubrimientos que el examen microscópico reveló sobre el azúcar, se produjo un escándalo en los periódicos y entre el público. En consecuencia, el doctor Arthur H. Hassal fue encargado por el dueño de un importante periódico médico británico, The Luncet, para que aplicara su examen microscópico sobre otros alimentos. El péndulo del pánico público osciló violentamente. The Lancet publicó los informes de Hasall durante cuatro años, proporcionando capítulos sobrecogedores sobre el denigrante estado de las provisiones alimenticias. No anduvieron con chiquitas. Se publicaron los nombres y direcciones de cientos de miles de fabricantes y proveedores de alimentos adulterados. Las cifras eran horrendas: de 34 muestras de cafés, sólo 3 eran puras; de 49 panes, todos contenían alumbre; de 56 muestras de cacao, sólo 8 resultaron satisfactorias; de 26 tipos de leche, 15 estaban adulterados; de 100 tipos de dulces, prácticamente todos contenían uno o más productos químicos perjudiciales[1].

Se nombraron comisiones parlamentarias; hubo audiencias del tipo Watergate durante varios años. Al final, se decretaron duras leyes; y los litigios duraron muchos años. En 1899, sin embargo, gran parte de la producción alimentaria británica se había industrializado, lo cual creaba un nuevo problema. Los fabricantes podían engañar al público poco precavido. Luego, en 1900, ocurrió un gran desastre. Unas 6.000 personas sufrieron una extraña enfermedad, para la que nadie tenía nombre. Alternativamente fue rotulada como alcoholismo, neuritis periférica, o neuritis múltiple.

Antes de que ningún gran cerebro  médico descubriera una bacteria extraña, o  un exótico insecto, o una oscura ameba a la que culpar, se descubrió que la mayoría de las víctimas —incluidas setenta que murieron— tenían algo en común. Todos eran bebedores de cerveza. Muchos trabajaban en cervecerías —modelos de las modernas fábricas—. Eventualmente, una investigación reveló cantidades peligrosas de arsénico en la cerveza sospechosa. Se retiró esa cerveza del mercado; cesó la epidemia. Fue así de simple. Todas las cervecerías implicadas en la epidemia habían estado usando azúcares de elaboración cervecera —glucosa y azúcares inversos— que proporcionaba una sola firma. Descubrieron que el azúcar para la cerveza de esta fuente había sido contaminada por arsénico en el proceso de su fabricación. ¡Algunas muestras contenían hasta un 2.6 por ciento!

Se nombró una comisión real para investigar a fondo el barril inglés de cerveza. Durante la investigación, descubrieron detalles aterradores sobre la refinación del azúcar; se pasaba gas de ácido carbónico a través del jugo de la caña de azúcar o de la remolacha para precipitar otras impurezas como la cal y estronciana, usadas en fases anteriores del proceso de refinación.

¡Cuando este gas de ácido carbónico se obtiene del carbón, el azúcar muestra a veces huellas de arsénico! Cuando la malta arsénica o los aditivos de azúcar fermentan, como en la fabricación de la cerveza, la levadura precipita en si una proporción considerable de la impureza, limpiando en parte la cerveza, pero de esta forma, todas las preparaciones hechas con esta levadura están expuestas a la contaminación arsénica.

La comisión real descubrió lo que los rústicos sabían intuitivamente cuando echaban de la ciudad a los cerveceros adulteradores. En el continente, la cerveza se hacía aún a la vieja usanza —la malta no se secaba en hornos con gases de combustión, sino sobre suelos calentados desde abajo—. El proceso lento tradicional era seguro. La cerveza alemana y de otras partes del continente no contenía arsénico. ¡Esta substancia mortal se encontró sólo en las cervezas de la industrializada y progresiva Gran Bretaña! Este descubrimiento abrió camino a posibilidades alarmantes. La peligrosa mezcla de azúcares invertidos no sólo se usaba en la cerveza —después de que el Parlamento cediera y lo permitiera en 1847— sino en una amplia gama de otros productos sofisticados, como miel, mermeladas y caramelos.

Con una declaración demasiado modesta, la Enciclopedia Británica confirma el axioma de Lao Tse: “Es difícil decir en el estado presente de la ley si tal o cual mezcla es adulterada. Originalmente se hizo con claro propósito fraudulento, pero el hábito y la decisión de la alta corte le han dado gradualmente a esta práctica un aire de respetabilidad”.’ El epitafio para una legislación que controle la pureza de los alimentos en una sociedad industrial fue escrito en Gran Bretaña antes que en los Estados Unidos comenzaran a interesarse por la cuestión. La batalla empezó en Gran Bretaña con la cerveza. En los Estados Unidos empezó por causa del whisky y la Coca-Cola.

En ambos países, tanto antes como ahora, el gobierno estaba anexado al comercio. La corrupción política derivaba de la corrupción comercial. Desde los escándalos del whisky en la época del presidente Grant, en la década de 1870, pasando por los del Teapot Dome en los años veinte, hasta Watergate de los 70, el público está mejor informado de la corrupción política que de la comercial. El gobierno no puede funcionar totalmente a oscuras; los negocios sí pueden, tal como indica John Jay Chanman. Esto es especialmente verdadero en el negocio alimentario. Cuando un hombre se presenta como candidato para el Congreso su vida se convierte en un libro abierto. Incluso a pesar que desde 1975 otros alimentos deben llevar un rótulo indicando claramente los ingredientes que contienen, los consumidores que quieren conocer los ingredientes de un helado, descubren que es algo que no les incumbe.

El gobierno norteamericano, por medio del Departamento de Réditos Internos ha tenido las manos metidas en el whisky desde los primeros días de la República. Se impusieron fuertes impuestos al consumo sobre el alcohol fabricado, tanto para uso industrial como para bebérselo en busca de felicidad. Durante años, el whisky fue whisky: una destilación en una marmita con alambique de una masa fermentada de un cereal o mezcla de cereales. Contenía todos los elementos naturales del grano, así como el alcohol etílico y sus congéneres, que eran volátiles a temperatura de destilación. El whisky también contenía materias colorantes y otros productos solubles extraídos de los barriles de roble donde se añejaba, y otros compuestos que aparecían durante su almacenamiento. El whisky era una versión irlandesa y escocesa de la “acua vitae” latina; agua de vida que los franceses hacían de la uva y llamaban eau cíe vie. Su nombre escocés, en gaélico, era uisge beatha, que luego se convirtió en usquebaugh, y finalmente anglicanizado como whisky.

Luego llegó el invento del alambique continuo, un dispositivo que —como la refinería del azúcar— revolucionó la producción. Ahora se podía fabricar alcohol libre de impuestos, destilado y barato. Mezclado con whisky genuino y añadiendo colorantes y sabor, el producto podía pasar por whisky. El whisky falso fue descripto como rectificado. De la noche a la mañana, la fabricación de alcohol barato se convirtió en un tremendo nuevo negocio. Este pseudo whisky se lanzó al mercado bajo el nombre y apariencia del licor verdadero. Se convenció al Congreso para que tolerara este palpable fraude, a cambio de su parte de impuestos. La bebería y el envenenamiento alcohólico estaban ahora al alcance de todos, ricos y pobres. El alcoholismo se convirtió pronto en una enfermedad nacional y posteriormente, a su vez, creó el antídoto: la cruzada para la prohibición de todo tipo de alcohol, real y adulterado.

En esa época cualquier cosa corría en el tema alimentación, bebidas y drogas. La heroína, morfina y cocaína se vendían al público en farmacias y tiendas. Las medicinas patentadas, basadas en drogas adictivas, representaban un tráfico por encomiendas multimillonario. El whisky rectificado se vendía en almacenes y bares. Los fabricantes de panaceas adictivas eran los mayores anunciantes publicitarios en periódicos y revistas. Durante la guerra hispano- norteamericana, los aprovisionadores de bully beef para los soldados fueron demasiado lejos. Los soldados enfermaban y morían por comer carne descompuesta. El escándalo de la carne creó una explosión pública. Muchas revistas se lanzaron a una cruzada denunciando el uso chocante de aditivos, sabores falsos y colorantes en los alimentos envasados y embotellados. Upton Sinclair denunció a los empacadores de carne; su novela La Jungla horrorizó al público y creó un clamor para que el gobierno tomara medidas.

El jefe de la Oficina de Química del Departamento de Agricultura, el doctor Harvey W. Wiley, se convirtió en el Ralph Nader de la época. Tras lanzarse a una cruzada de varias décadas para que se impusiera una legislación que controlara la pureza de los alimentos y de las drogas, finalmente realizó un experimento público en 1902 que cautivó la imaginación del pueblo. Voluntarios masculinos se agruparon en equipos (a los que los periódicos llamaron pronto La Escuadra del Veneno). Se alimentó a jóvenes sanos con la antigua dieta norteamericana. Uno a uno se fueron introduciendo en sus dietas los nuevos aditivos que los fabricantes añadían al ketchup, maíz en conserva, carne a y pan. Los procesadores de alimentos temblaron, el público vitoreó y siguió el experimento —que se publicaba diariamente en los periódicos— con ávido interés. Durante cinco años, La Escuadro del Veneno consumió dosis regulares de conservadores, adulterantes y colorantes que se usan en la industria alimentaria: ácido bórico, bórax, ácido salicílico, salicilatos, ácido benzoico, dióxido de sulfuro, sulfitos, formaldehido, sulfato de cobre y salitre. Periódicamente, el doctor Wiley publicaba boletines detallando los graves efectos físicos  de  estos  productos  químicos  que  se  usaban  entonces  en  la  fabricación  de  muchos alimentos. Los periódicos popularizaron inmediatamente el nombre de Wiley, un nombre conocido en todos los hogares. El Escuadrón del Veneno se hizo tan famoso en esos días como los astronautas más tarde.

Las fuerzas combinadas de los grupos de la alimentación, drogas y whisky rectificado, fueron derrotadas. Tras veinticinco años de agitación pública pidiendo reformas, el Congreso dictó leyes para controlar la pureza de los alimentos y drogas. El voto combinado del Senado y del Parlamento fue de 304 a favor, con sólo 21 en contra. El 1 de enero de 1907 la Oficina de Química del doctor Wiley recibió la orden y el poder para controlar la industria alimentaria norteamericana; para legislar, inspeccionar, y llevar a los transgresores ante los tribunales.

Wiley y su oficina empezaron a hacer cumplir la nueva ley al pie de la letra. Se secuestraron barriles de whisky adulterado ‘y sus fabricantes eran llevados ante los TribunaIes. Los envíos de Coca-Cola de un estado a otro se decomisaban por estar adulterados y mal rotulados[2].

¿Qué era la Coca Cola?

Bien, a principios del siglo diecisiete, un viajero italiano en Sudamérica notó que los indios masticaban constantemente la hoja de la planta de coca, mientras trabajaban o viajaban las llevaban en pequeños morrales, y lo guardaban en la boca con una pequeña cantidad de polvo de cal o cenizas de la planta de quinina. “Con esto, trabajan contentos andan uno o dos días enteros sin beber ni comer” escribió Francesco Carletti en su Diario de 1594-1606.

Tres o cuatro veces al día, todo paraba para el descanso de coca. Para los indios del Perú había sido la pausa —desde tiempos inmemoriales— que refresca, estimula, agudiza la mente, y acrecienta el vigor físico. A través del proceso de refinación de la hoja de coca de América del Sur, derivó una constelación de drogas alcaloides llamadas cocaína. La planta de coca se cultiva ahora en las Indias Occidentales, Java, Sumatra, y otros lugares del mundo tropical.

En América del Norte, los indios masticaban o fumaban tabaco. Sin embargo, en África Occidental, los nativos tenían la costumbre de achisparse masticando nuez de cola. Esta nuez contiene cafeína (que se encuentra en menor concentración en el café) y otro estimulante, que se introdujo en la medicina occidental como el estimulante para el corazón: Kolanina.

En los buenos viejos tiempos del Sur, cuando muchas damas de alta alcurnia se recetaban con dosis cotidianas de láudano y otros jarabes adictivos de opio, la Coca Cola se convirtió en un remedio patentado contra el dolor de cabeza. La venta de drogas era un negocio multimillonario, totalmente legítimo, y legal en esos días. El opio, la cocaína, la morfina y más tarde la heroína se anunciaban en las primeras páginas de los diarios y revistas como cura para todo, desde la sífilis al mal aliento. El remedio patentado contra la jaqueca, como la mayor parte de las medicinas azucaradas que invaden el mercado, son adictivas por definición y designio. En el sur de los Estados Unidos, el hábito de la Coca-Cola se convirtió en la base de un negocio multimillonario. En la década de 1890, la publicidad describía la Coca-Cola como “un maravilloso tónico para los nervios y el cerebro y un agente notablemente terapéutico”. El gobierno federal dirigió su atención por primera vez al tónico, tras el decreto de la primera ley de pureza alimentaria y drogas, en 1906. Al implementar las previsiones de la ley, la Oficina de Química del Departamento de Agricultura Norteamericano analizó ¡a Coca Cola. Esta oficina elevó cargos contra la compañía y los distribuidores, retiró una carga de Coca Cola en tránsito de un Estado a otro recomendando que se le hicieran cargos criminales por adulteración y rotulación incorrecta.

“Los que adulteraron nuestros alimentos y drogas preveían que si pudiesen impedir las actividades de la Oficina de Química —escribiría su fundador y director, el doctor Harvey W. Wiley, años más tarde—, se librarían de los sumarios. Tuvieron éxito, efectuando esta parálisis”. Resultó imposible que una autoridad superior endosara las acusaciones de la Oficina de Química contra Coca Cola. Finalmente, un comunicado firmado por el Secretario de Agricultura ordenó a la oficina de química “que cesase y desistiese sus actividades encaminadas a llevar a la compañía Coca Cola ante los tribunales".

Había intereses de por medio, desde altos niveles, pensó todo el mundo, como en los casos de Watergate y de la ITT en los setenta. Entonces el dueño de un borrascoso periódico de Atlanta, Mr. Seeley, fue a Washington a visitar al doctor Wiley. Quería saber por qué su oficina presionaba para que se abriese un sumario contra los fabricantes de ketchup y judías verdes enlatadas y no contra la Coca Cola. El doctor Wiley mostró tranquilamente la orden firmada por el secretario de Agricultura. Seeley explotó. “Quedó muy sorprendido al ver que el secretario de Agricultura había interferido de esta forma con la administración de justicia”, dijo el doctor Wiley.

El visitante, muy enfadado, se abalanzó inmediatamente sobre la oficina del secretario de Agricultura y “le presentó una vigorosa protesta contra la política del departamento por proteger a los adulteradores de alimentos y rótulos”.

Amenazó con publicar todos estos escabrosos detalles en su periódico de Atlanta, a menos que el secretario anulara la orden. Se ordenó entonces a la Oficina de Química que siguiera adelante con el pleito. Públicamente, el Departamento de Agricultura dio la vía libre. No tenían otra elección. Pero en privado, hicieron todo lo que estuvo en sus manos para echar a pique el caso, desde adentro.

La Oficina de Química quería llevar el caso al Distrito de Columbia, ya que sería más simple para el gobierno transportar a los expertos y la evidencia recogida y menos costoso. Pero las altas esferas del departamento estaban determinadas a tratar el caso en Chattanooga, en Tennessee. Coca Cola tenía allí su principal embotelladora, y la compañía poseía también grandes posesiones inmobiliarias incluyendo el hotel principal y quizás uno o dos jueces. “Todo el ambiente en Chattanooga era favorable a Coca Cola —dijo el doctor Wiley—. El departamento tuvo que hacer unos enormes gastos para enviar a sus científicos oficiales tan lejos de su base”.

El juicio fue largo y muy controvertido. Un gran despliegue de expertos atestiguó por ambos bandos. Los abogados de Coca Cola lograron por fin terminar el caso basándose en un detalle técnico: la cafeína, la substancia más perjudicial en la Coca Cola, no era añadida según la ley, porque figuraba en la fórmula original. El juez de Chattanooga aceptó rápidamente y podía suponerse que sería el final del caso. Finalmente, la Oficina de Química apeló esta decisión, más tarde, ante la Corte Suprema.

El jefe de Justicia, Charles Evans Hughes, escribió la opinión unánime revertiendo la decisión del juez de Chattanooga y apoyando a la Oficina de Química, en septiembre de 1917. “No podemos dejar de concluir que la cafeína es un ingrediente añadido dentro del significado del estatuto.. el acusado ha insistido siempre y sigue insistiendo que el producto contiene ambas cosas (coca y cola)… Concluimos que el Tribunal se equivocó en su veredicto… el juicio se invierte...[3].

El Tribunal Supremo demolió el debate de Coca-Cola al decidir que la cafeína era una substancia añadida y que Coca-Cola era una denominación descriptiva y no distintiva. La Coca-Cola estaba en problemas. Como pasaría más tarde, cuando las decisiones de la Corte Suprema para hacer cumplir el acta de 1914 de la ley Harrison de Control de Drogas fueron pervertidas por la rama ejecutiva del gobierno, el tribunal no pudo hacer cumplir su veredicto. La rama judicial del gobierno —como la legislativa— no tiene tropas. Los agentes del Departamento de Agricultura trabajan para la Casa Blanca y el poder Ejecutivo. El desafío a la ley y al orden es un juego en el cual el gobierno siempre gana. Lo que Coca-Cola se dedicó a hacer entre bastidores para salvar la vida de la compañía, sólo podemos imaginárnoslo. Cuando se volvió  a  llevar  el  caso  ante  el  tribunal de  Chattanooga  en  1917,  Coca-Cola  alegó  no  lo conténdere (que aceptaba el veredicto).

Bajo moción del fiscal del distrito, la corte dictó la sentencia que, nominalmente, parecía suficientemente severa como para satisfacer al editor periodístico más beligerante de Atlanta. Se ordenó a Coca-Cola pagar todos los costos del juicio; cuarenta barriles y veinte barrilitos de Coca-Cola fueron devueltos a la compañía con la advertencia de que Coca-Cola no podrá venderse o de otra manera disponerse en contra de las provisiones del Acta Federal de Alimentos y Drogas, de las leyes de cualquier Estado, Territorio o Distrito, o posesiones insulares de los Estados Unidos.

Esto podría parecer suficientemente claro. La Coca-Cola no puede venderse fuera de Georgia. Pero la decisión del juez también incluía una cláusula de válvula de seguridad: "… No debe llevarse ante los tribunales o confiscarse a la compañía Coca-Cola o a su producto, excepto en este juicio, y en los artículos particulares ya impugnados…"

En otras palabras, Coca-Cola no podía vender los cuarenta barriles y veinte barrilitos, pero era libre de continuar adelante y vender otros barriles y barrilitos en otros lugares. El gobierno debería actuar a través de la Oficina de Química bajo la Ley de control de Pureza de Alimentos y Drogas, una y otra vez, barril por barril, barrilito por barrilito, botella por botella. Unas pocas inocentes definiciones judiciales le proporcionaban un vacío suficientemente grande como para hacer pasar un tren.

Debió chantajearse en primer lugar al secretario de Agricultura para imponer la ley contra la Coca-Cola. Asegurado en su creencia de que el público, preocupado con las preparaciones para una guerra de supervivencia contra Alemania, aceptaría un gesto simbólico, y no la realidad, prohibió a la Oficina de Química que llevase futuras acciones contra la compañía Coca-Cola. Pero esa vez, el valiente doctor Wiley fue sujeto a una pesada investigación y acusaciones falsas del tipo que la General Motors intentó usar en los setenta contra Ralph Nader. Como Wiley escribió en su libro:

No hubo intento alguno por parte de los ejecutores de la ley de alimentos, por hacer cumplir el decreto del tribunal iniciando acción legal contra Coca-Cola cada vez que sus productos cruzaban una frontera estatal. Según la opinión de la Corte Suprema, tales procedimientos habrían sido uniformemente exitosos.

Debido a una falta de tales procedimientos, Coca-Cola Company tiene ahora sus acciones cotizadas en la Bolsa de Nueva York. Sus ventas han aumentado enormemente invadiendo el Norte, como previamente habían invadido el Sur. El efecto de beber cafeína con un estómago vacío y en estado libre es mucho más peligroso que beber la misma cantidad de cafeína envuelta en ácido tánico con café y té. La amenaza a la salud y felicidad de nuestra gente está alcanzando proporciones mucho más alarmantes debido a esta expansión del comercio. Los gobernadores de la Bolsa de Nueva York han admitido la cotización de las acciones de Coca-Cola, cuyos productos han sido condenados por el tribunal de los Estados Unidos, por ser adulterados e incorrectamente rotulados. Esta condición deplorable podría haberse evitado fácilmente si los funcionarios encargados de hacer cumplir las leyes hubieran levantado sus manos para protestar contra la progresiva expansión de este negocio, confiscando sus productos y denunciando ante los tribunales a sus fabricantes. Otra interesante historia habría sido aclarada si el Tribunal Supremo hubiese publicado su opinión sobre la inmunidad que el tribunal otorgó a la compañía Coca-Cola.

La campaña para aprobar las leyes de control de pureza alimentaria y droga se llevó a cabo a la luz del día. Pero su destrucción pasó en la oscuridad. Los procesadores de alimentos y fabricantes de whisky rectificado formaron un frente unido para sabotear a Wiley y su Oficina. Los personeros del negocio alimentario acamparon frente a las puertas de legisladores, funcionarios del Gabinete y hasta del Presidente de los Estados Unidos, para protestar que estaban confiscando el sacrosanto capital, rogando y chantajeando para que se los aliviase del control de Wiley y su Oficina. Pero Wiley se había convertido en un símbolo de servicio incorruptible en el interés público, por lo tanto debían proceder con cautela y tortuosamente.

Cuando los fabricantes de ketchup y envasadores de maíz visitaron la Casa Blanca, el presidente Teddy Roosevelt escuchó sus ruegos angustiados. Luego convocó a su secretario de Agricultura y al doctor Wiley para que escucharan estas quejas. Tras el compungido recitado de las restricciones que entorpecían sus actividades lucrativas, el presidente se dirigió a su secretario de Agricultura para decirle: “¿Cuál es su opinión sobre la idoneidad de su jefe de Oficina para hacer cumplir las leyes?” (No existen cintas magnetofónicas presidenciales de este encuentro, sólo las notas de Wiley, y por fortuna la Historia las tiene).

El secretario contestó que la ley era la ley. Las substancias que se añaden a los alimentos por cualquier propósito y que son perjudiciales a la salud deben ser prohibidas. “El doctor Wiley ha realizado amplias investigaciones suministrando alimentos benzoados a jóvenes saludables y, en todos los casos, encontró que la salud de estos jóvenes desmejoraba”.

Entonces Teddy se volvió a Wiley y le preguntó su parecer.

“Señor Presidente —replicó Wiley—. No lo creo, sino que sé gracias a pacientes experimentos, que el benzoato de soda, o ácido benzoico añadido a los alimentos para humanos es perjudicial para la salud”.

El presidente golpeó la mesa con su puño y dijo a sus importantes visitantes: "Esta substancia que Uds. usan es perjudicial para la salud y no deberán usarla más".

Podría parecer que quedaba zanjada la cuestión. Pero uno de los emisarios —quizás el más prestigioso— era una importante figura política, un hombre a punto de ser elegido como vicepresidente de los Estados Unidos para reemplazar a Roosevelt (que había accedido a la presidencia tras el asesinato de McKinley). James S. Sherman era muy bien considerado en los concejos del partido Republicano, aunque este día estaba representando a su propia firma, Sherman Brothers de Nueva York.

“Señor Presidente —empezó—,hay otro asunto del que le hablamos ayer y que no está incluido en lo que termina de decir sobre la utilización del benzoato. Me refiero al uso de sacarina en los alimentos. Mi firma se ahorró 4.000 dólares el año pasado endulzando el maíz enlatado con sacarina en lugar de azúcar. Queremos su decisión sobre esta cuestión”.

El doctor Wiley no era un político. Todos los demás lo eran. No era íntimo del presidente como los demás. Si alguna vez hubiese tomado café o té con el presidente, quizás sabría lo que conocían los demás. Se metió en una trampa. Violando el protocolo presidencial, en lugar de esperar a que el presidente le preguntase su punto de vista, se encolerizó tanto con esta apelación descaradamente política, que dijo:

“Todos los que han comido ese maíz dulce, han sido engañados —declaró Wiley—. Creían que comían azúcar, cuando en realidad comían alquitrán de carbón, desprovisto totalmente de cualquier valor alimenticio y extremadamente perjudicial para la salud”.

Como Wiley recordaría más tarde, el presidente cambió bruscamente de doctor Jekyll a Hyde. Volviéndose enfadado hacia Wiley, dijo:

“¿Me está diciendo que la sacarina es perjudicial para la salud?”
“Sí señor presidente —dijo Wiley—, esto es lo que le digo”.
“El doctor Rixey me da sacarina cada día” —replicó el presidente.
“Señor Presidente, probablemente este doctor cree que usted está amenazado de diabetes” —le dijo Wiley.
“Cualquiera que diga que la sacarina es perjudicial para la salud es un idiota”.

El presidente estaba enfadado. Se puso fin al encuentro.

Wiley nunca más volvió a ver al presidente. El doctor Wiley data el desmantelamiento de las leyes para controlar alimentos y drogas en el incidente de ese día en la sala del gabinete de la Casa Blanca, durante el primer año de efectividad de la ley[4].

Teddy Roosevelt había sido un joven enfermizo y debilucho. Sobreponiéndose a estas limitaciones físicas, se convirtió en un cruzado comisario de Policía de Nueva York, un rudo guerrero, un auténtico héroe norteamericano. La insuficiencia de glucosa en la sangre no se llamaba aún oficialmente hipoglicemia. Los médicos que tenían pacientes potencialmente diabéticos acostumbraban recetar sacarina en lugar de azúcar. Wiley no sabía que el presidente podía ser uno de estos pacientes. Uno puede estar seguro de que los cabilderos alimentarios, en especial el hombre a punto de ser nombrado vicepresidente, estaban mejor informados que el jefe de la Oficina de Química.

Wiley contradijo el consejo del médico personal del presidente. Quedó convicto de lése majesté.

¿Quién sabía que la anterior primera dama, Ida McKinley, era propensa a tener ataques epilépticos en las cenas oficiales? ¿Quién sabía que los médicos del presidente Kennedy le daban cortisona y/o anfetaminas, o que los médicos del presidente Franklin Roosevelt le daban morfina hacia el final? Un exceso de devoción por la salud pública había convertido una pequeña metida de pata en una gran crisis política. Wiley nunca cesó de reprocharse por haber proporcionado involuntariamente el arma para que se deshicieran las leyes de alimentos puros por las que había luchado toda su vida.

El mismo día, Teddy Roosevelt dio un gran golpe ejecutivo nombrando un panel de expertos científicos. Se aseguró de que este nuevo consejo le apoyaría a él y a su médico de la Casa Blanca, nombrando como presidente al doctor I. Remsen, el hombre que había recibido una medalla por descubrir la sacarina. Remsen tenía poder para seleccionar a los demás miembros del panel. Esto fue el principio del fin del Dr. Wiley y de su Oficina de Química. Los fabricantes de whisky falsificado llevaron su caso ante la Casa Blanca; se nombró otro panel para suplantar al del doctor Wiley. Este estaba totalmente ocupado combatiendo batallas burocráticas dentro de su organización. Una falsa investigación le formuló cargos ridículos tratando de desacreditarlo. Se le amordazó con un decreto ejecutivo. Sus publicaciones científicas advirtiendo contra los aditivos alimentarios quedaron sin publicarse. Posteriormente se vio forzado a dimitir para estar habilitado de poder hablar en público y ante el Congreso, y dijo:

Era la simple estipulación del acta, y plenamente entendido en el momento de su promulgación e indicado en la misma ley, que la Oficina de Química debía examinar todas las muestras de los alimentos y drogas sospechosas para determinar si estaban adulteradas o mal rotuladas, y que si dicho examen ponía al descubierto tales hechos, éstos debían exponerse y llevarse ante los tribunales para ser juzgados. Interés tras interés, relacionados con lo que la Oficina de Química encontró ser la fabricación adulterada o rotulación incorrecta de alimentos y drogas, trataron de evitar su aparición ante la Corte para defender sus prácticas. Se emplearon varios métodos para asegurarse este fin; muchos de los cuales tuvieron éxito. 
Una tras otra, encontré que las actividades propias a la Oficina de Química iban siendo restringidas y que varias formas de productos alimenticios manipulados eran retirados de su consideración y transferidos a otros organismos no contemplados por la ley o directamente liberados de nuevos controles. Se conocen muy bien varias de estas instancias. Entre estas pueden mencionarse la fabricación del denominado whisky hecho de alcohol, colorantes y sabores artificiales; el agregado a productos alimenticios de ácido benzoico y sus sales, ácido sulfúreo y sus sales, sulfato de cobre, sacarina, y alumbre; la fabricación de los denominados vinos de magma, productos químicos y colorantes; la técnica de flotar ostras sobre aguas polucionadas con el propósito de hacerlas parecer más gordas y grandes de lo que realmente son con propósitos de venta; la venta de cereales fermentados, descompuestos y mal rotulados; el ofrecimiento público de glucosa bajo el nombre de jarabe de maíz, tomando de esta forma una denominación que pertenece legítimamente a otro producto elaborado directamente de tallos de maíz indio. 
La tolerancia y validación oficial de tales prácticas ha restringido las actividades de la Oficina de Química a un campo muy pequeño. Como resultado de estas restricciones, se me ha ordenado dejar de declarar en público mis propias opiniones sobre el efecto de estas substancias sobre la salud, y esta restricción ha interferido con mi libertad académica de hablar sobre asuntos relacionados directamente con el bienestar público[5].

El libro de Upton Sinclair La Jungla ha ayudado a revertir la ola a favor de las Leyes de Control de Alimentos y Drogas. Tras dejar el gobierno, el doctor Wiley escribió un libro relatando toda la sórdida historia de cómo estas leyes habían sido frustradas dentro del gobierno. Sabía dónde estaban enterrados los cadáveres y decidió decirlo todo y hacer que los norteamericanos se volviesen a enojar. Sin embargo, no era un político, y una vez más subestimó las fuerzas confabuladas en contra suyo. Wiley, decidido a financiar su libro, llevó su precioso manuscrito a una imprenta. 

Ese manuscrito desapareció misteriosamente y aún no ha sido encontrado. Muy raramente se descubre cómo se hacen estas cosas.

Destrozado, pero no vencido, el doctor Wiley retornó valientemente a su labor, volviendo a escribir desde el principio. Esta tarea le tuvo totalmente ocupado durante diez años. Trató de volver a poner al día las cosas, pero en 1929 muchas de sus chocantes revelaciones estaban ya pasadas de moda. La mayor parte de los villanos estaban muertos.

La mayor parte de los políticos había desaparecido, o al menos ya no estaban en el poder. Sin embargo, su volumen La Historia de un Crimen contra la Ley Alimentaria era una primicia sobre la corrupción gubernamental, bastante diferente de todo lo que se había escrito antes. Esta vez, trató de protegerse. No tomó riesgos para que se volviera a perder el manuscrito. Cada faceta de su producción e impresión fue supervisada personalmente por Wiley. Cuando empezó su distribución en 1929, parecía un best-seller. Los libros desaparecían rápidamente de las estanterías de las librerías. Sin embargo, no se recibieron cartas de lectores, nada de felicitaciones, ninguna alabanza, y prácticamente ninguna crítica. Los libros continuaban desapareciendo, sin poderse encontrar copias por ningún lado.

Desesperado, el doctor Wiley puso los pocos libros restantes en bibliotecas de todo el país —desaparecieron de las bibliotecas tan deprisa como lo habían hecho de las librerías—. Trate usted de encontrarlo en la biblioteca de su barrio, a ver si consigue una copia. A nadie debería sorprender que sucedan hoy tales cosas, cuando el presupuesto de publicidad de un conglomerado alimentario es mayor que el presupuesto total anual de la agencia gubernamental encargada de vigilar esa industria. La despedida en la última página de la exposición del doctor Wiley era profética en 1929. Hoy es escalofriante:

Si se hubiese permitido a la Oficina de Química hacer cumplir la ley, tal como fue escrita y tal como se intentó hacer, ¿en qué situación estaríamos ahora? Ningún producto alimenticio en nuestro país contendría traza alguna de ácido benzoico,  ácido sulfuroso o sulfitos, ningún alumbre o sacarina, excepto para propósitos médicos. Ningún refresco contendría cafeína o teobromina. Ninguna harina blanqueada entraría en un comercio interestatal. Nuestros alimentos y drogas serían integrales sin ninguna forma de adulteración o rotulación incorrecta. La salud de nuestra gente habría mejorado enormemente y prolongado su período de vida. Los fabricantes de nuestras fuentes alimentarias y especialmente los molineros dedicarían sus energías a mejorar la salud pública y a promover la felicidad en cada hogar produciendo harinas y alimentos de cereales integrales.

Se habría aumentado grandemente la resistencia de nuestra gente a las enfermedades infecciosas con una dieta muy mejorada e integral. Nuestro ejemplo habría sido seguido por todo el mundo civilizado y de esta forma trayendo a todo el universo los beneficios que nuestro propio pueblo habría recibido.

Nos habríamos librado de la ignominia y desgracia de los grandes científicos que se esfuerzan por derrotar el propósito de una de las más grandes leyes jamás decretadas para proteger el bienestar público. Los eminentes oficiales de nuestro gobierno se habrían librado de la indignación de la opinión pública. En vez, permitieron y alentaron esos fraudes al público. La causa de una dieta integral no se habría retrasado cincuenta o cien años. Y por último, aunque no menos importante, nunca hubiese sido necesario escribir.

Al final, la Oficina de Química fue legalmente desmantelada. En su lugar se estableció la Administración de Alimentos y Drogas e Insecticidas, precursora de la Administración de Alimentos y Drogas (EDA). El Escuadrón del Veneno, aquel grupo de hombres sanos y jóvenes con los que el doctor Wiley había experimentado los nuevos aditivos alimentarios antes de permitir que éstos circulasen libremente entre el público, fue más tarde reemplazado por la lista del FDA: GRAS (considerados no peligrosos en general) —una lista de colorantes, aditivos y adulterantes alimentarios—. Se dio carta blanca a los fabricantes y procesadores de alimentos para que utilizasen prácticamente cualquier cosa en sus productos hasta que la evidencia mostrase que podían ser perjudiciales para la salud pública. Todo el intento de las Leyes de Alimentos y Drogas Puras se había puesto patas arriba.

El Escuadrón del Veneno se amplió para incluir a todo el país. Ahora, la lista de GRAS se ha vuelto tan larga que el norteamericano medio ingiere 2 1/2 kilos de aditivos químicos al año, junto con aproximadamente otros 25 kgs. de azúcar escondida.

Como con la marina británica hace doscientos años, el FDA pasa gran parte de su tiempo actuando como un cheerleader extraoficial para la industria alimentaria, diciéndonos que la dieta norteamericana tipo, sea lo que fuere, es la mejor de la Historia mundial. El doctor Wiley fue honrado póstumamente por el gobierno: se emitió una estampilla de correo con su efigie y nombre. Más tarde, fue nombrado para el Salón de la Fama de los Estados Unidos. No será en los setenta, pero quizás un día, después que el FDA nos diga que Wiley estaba absolutamente en lo cierto sobre la sacarina (entre otras cosas), y el péndulo del pánico público oscile violentamente, le levantarán una estatua en el panteón de los héroes norteamericanos.

En 1971, el FDA sacó discretamente la sacarina de la lista GRAS. Esta validación silenciosa de los puntos de vista de Wiley necesitó sesenta años y pico. Ahora el FDA ha comenzado a restringir su uso, pero no en las denominadas bebidas sin azúcar o de bajas calorías, que son las que más utilizan sacarina. El negocio del alimento dietético sin azúcar tiene un éxito más rotundo al descubrir cada día más norteamericanos que tienen el Sugar Blues: se cifra en más de mil millones de dólares anuales con el refresco dietético como el de mayor venta. Durante los últimos cincuenta  años, se han registrado numerosas alertas sobre  el tema  de la adicción norteamericana del azúcar. ¿Cuántas de éstas provienen de nuestros sabuesos oficiales en la Administración de Alimentos y Drogas (FDA)? Ninguna que yo haya podido descubrir. En realidad, cuando los funcionarios de este departamento gubernamental quedan atrapados, sin querer, en cualquier faceta de la controversia sobre el azúcar, parecen decirnos que todo está perfecto.

En 1961, una compañía de alimentos de Ohio dio un golpe maestro de mercado. Introdujo un nuevo producto: azúcar fortalecida. Durante años, muchos cereales, harinas y pan —privados de vitaminas y minerales en el proceso de refinación— se habían vendido como fortalecidos enriquecidos, tras añadirles unas cuantas vitaminas sintéticas. El FDA nos repetía que la harina enriquecida era tan buena como la harina real. Miles de millones de dólares en publicidad habían programado a la ama de casa norteamericana para que se mostrara ávida de este producto fortalecido y aquel enriquecido. Así, pues, ¿por qué no enriquecer el azúcar blanca? De pronto alguien lo hizo. Apareció en el mercado el azúcar fortalecida con una lista de vitaminas y minerales en su rótulo: yodo, hierro, vitamina C, cuatro vitaminas del complejo B, y 400 unidades de vitamina A.

¿Qué podían hacer los azucareros? Atacarlos o unírseles. La unión representaba ciertos problemas. Si los promotores del azúcar refinada blanca querían competir enumerando supuestas vitaminas y minerales en el rótulo del paquete, nada hubiesen tenido que revelar, excepto una hilera de ceros. Pero si los fabricantes de azúcar picaban el anzuelo y empezaban a fortalecer su azúcar blanca refinada con vitaminas y minerales, se ponían entre la espada y la pared. Algunos de sus clientes más importantes, como la Coca-Cola y otros fabricantes de refrescos, podían considerar esta acción como poco noble.

Lo que pasó en las altas esferas de la industria azucarera no lo sabremos nunca. El FDA se lanzó al rescate. ¿Rescate de quién? Los inspectores del gobierno confiscaron cantidades de azúcar fortalecida y declararon por fe administrativa que el rótulo era incorrecto. La rotulación incorrecta es una regulación desatinada del FDA, significando generalmente un cargo que podrá servir hasta que puedan desenterrar otro.

En otras confiscaciones del FDA, se utilizaba el cargo rotulación incorrecta señalando que si un almacén de productos alimentarios naturales exhibía un libro indicando que el arroz integral sin refinar es bueno contra enfermedades, y mejor que el arroz blanco, el libro debe ponerse a quince metros de distancia del arroz, o si no puede utilizarse como cargo que el libro está proporcionando una rotulación incorrecta del arroz.

El FDA puede proceder entonces, ya sea a confiscar y quemar el libro, o el arroz. Como la quema de libros recuerda a alguna gente sensitiva de Occidente a Hitler, el FDA ha optado a favor de quemar el arroz, como se ha hecho en Vietnam, y que para algunos parece constructivo.

Los fabricantes del azúcar fortalecida pensaron que tenían algo bueno. Después de todo, los Estados Unidos es un país libre, y contaban con el dinero y abogados para llevar el asunto a la Corte. El litigio duró dos años antes de que se llegara a una decisión. Durante el procedimiento judicial, el FDA sostenía que el listado de vitaminas y minerales en los paquetes de azúcar enriquecida era un rotulado incorrecto ya que “no eran significativamente nutritivos, porque pueden obtenerse cantidades adecuadas de estos nutrientes en la dieta norteamericana tipo".

¿Estaba diciendo el FDA que no se necesita el azúcar enriquecida porque ya tenemos el pan enriquecido? El juez federal despidió el caso del FDA de la Corte con un regaño legal: “Si el caso del gobierno fuese válido —dijo el juez—, cualquier producto fortalecido con vitaminas podría destacarse y desafiarse en base a que… esos nutrientes pueden obtenerse en todas partes en los productos alimenticios… la posición del gobierno es claramente insostenible”.

La gente del azúcar enriquecida ganó el caso. Pero captaron el mensaje. ¿Cuánto hace que no he visto ningún aviso loando al azúcar fortalecida enriquecida?

En 1951, un médico a quien se había encargado realizar investigaciones nutricionales para la marina norteamericana durante la II Guerra Mundial atestiguó ante un comité congresional. (Cuando la Armada descubrió la cantidad de dinero que sus hombres gastaban en Coca-Cola, se estudiaron todas las bebidas hechas con cola. Se descubrió que contenían alrededor de un 10 por ciento de azúcar). La industria de refrescos recibió certificados de racionamiento para que pudieran cobrar todo el azúcar vendida a las fuerzas armadas. El nutricionista de la Armada, el doctor McCay, empezó a estudiar esos certificados.

“Me sorprendí al enterarme —atestiguó—, que la bebida contenía cantidades substanciales de ácido fosfórico... En el Instituto de Investigación Médica Naval, pusimos dientes humanos en una bebida de cola y descubrimos que empezaron a disolverse en poco tiempo”.

Mientras los miembros del Congreso quedaban boquiabiertos, el médico continuó:

“La acidez de las bebidas hechas con cola.. es más o menos la misma que la del vinagre. La cantidad de azúcar enmascara la acidez, y los niños no se dan cuenta que están bebiendo esta extraña mezcla de ácido fosfórico, azúcar, cafeína, colorantes y materias para dar sabor”.

Un miembro del Congreso preguntó al doctor qué oficina gubernamental se encargaba de averiguar el contenido de los refrescos.

“Todo lo que sé es que nadie lo averigua ni le presta atención” contestó el doctor.

Otro miembro del Congreso preguntó al doctor si había realizado algunos análisis sobre el efecto de las bebidas hechas con cola en metales y hierro. Cuando el médico dijo que no lo había hecho, el miembro del Congreso dijo: “Un amigo mío me dijo una vez que había dejado caer tres clavos en una botella de cola, y que en cuarenta y ocho horas, los clavos se habían disuelto completamente”.

“Por supuesto —replicó el doctor—. El ácido fosfórico que contiene puede disolver el hierro o la piedra caliza. Si derrama este líquido sobre las escaleras, erosionaría las escaleras que llegan hasta aquí. .. Pruébenlo”[6].

“Puesto que los refrescos tienen un papel cada vez más importante en la dieta norteamericana y tienden a substituir alimentos como la leche, merecen una consideración muy cuidadosa” sugirió el doctor.

Esto era en 1951. Hasta hoy, ha ido de mal en peor. Las estadísticas sugieren que el 25 por ciento del azúcar que se consume en Estados Unidos llega al gaznate norteamericano en forma de refrescos de todos tipos.

Entre 1962 y 1972, descendió el consumo de café, así como el consumo de leche, mientras que el consumo de refrescos casi dobló —más de 120 litros anuales por persona en 1972, en comparación con 64 litros en 1962.

La cerveza y el té ocupan el cuarto y el quinto lugar en la lista de bebidas preferidas en Norteamérica. Ambas registraron un aumento en una década. La explosión de las ventas del té se atribuyó en gran parte a la venta de tés instantáneos, algunos con limón y azúcar añadidos. Se ha convertido al té en un refresco azucarado, de forma que empieza a competir con otros sabores. Prácticamente, todo lo que beben los norteamericanos —café, refrescos, leche, cerveza, té, jugos, licores y vinos— está cargado de azúcar o dulcificantes artificiales.

Nuestro hábito de beber —desde la cuna a la tumba— es una adicción al azúcar.

Hace varios siglos, los campesinos armaron un escándalo contra los perversos sofisticadores que añadían azúcar a su cerveza en pequeñas cantidades como agente de fermentación. En los años 1920, el combatiente Robert La Follette, senador populista por Wisconsin, se enfrentó a los que apoyaban el azúcar. Afirmó que no solamente el trust del azúcar controla los precios sino que también controla al gobierno.

Hoy en día, tanto los azucareros como los poderosos de la cola tienen presidentes y primeros ministros en su bolsillo. El famoso debate de la cocina entre el ex vicepresidente Nixon y el primer ministro Khruschev en Moscú, en los sesenta, consistió en gran parte en un golpe de promoción para fotografiar al premier con una botella de Pepsi-Cola. Nixon había sido abogado de Pepsi. El presidente de la Pepsi-Cola Inc., se convirtió en el presidente de la Fundación Nixon cuando su abogado asumió la Presidencia de los Estados Unidos. En 1972, la Pepsi obtuvo su primera franquicia rusa para promover sus productos en la Unión Soviética en intercambio para los derechos de distribución en los Estados Unidos de los licores y vinos soviéticos.

La industria de refrescos basados en azúcar, una actividad que gana miles de millones, merece una consideración muy cuidadosa, como sugirió ante el Congreso el nutricionista de la Armada durante la II Guerra Mundial.

El lector puede estar seguro que la obtuvo.





[1] R. Tannahill, “Food in History” (Historia de los alimentos), pág. 346.
[2] H. W. Wiley, “The History of a Crime Against the Food Law” (Historia de un crimen contra la ley reguladora de los alimentos), págs. 57, 376- 381.
[3] H. W. Wiley, “The History of a Crime Against the Food Law” (Historia de un crimen contra la ley reguladora de los alimentos), págs. 376-381.
[4] H. W. Wiley, “The History of a Crime Against the Food Law” (Historia de un crimen contra la ley reguladora de los alimentos), págs. 376-381.
[5] H. W. Wiley, “The History of a Crime Against the Food Law” (Historia de un crimen contra la ley reguladora de los alimentos), págs. 376-381.
[6] W. Longgood, “The Poisons in Your Food” (Los venenos de sus alimentos), págs. 200-201.